El rincón de "Polvorilla"

Mis cuatro caballos lanceros

A mi compadre Enrique Zunzunegui, aventurero de la vida, por la que camina con botos de jinete apasionado.

Vaya luna. A ver quién le pela los lomos a ése. Está en mitad del barranco donde el aire da más vueltas que un repeón en la plaza del pueblo. Son las tres y media de la madrugada y llevo un cansancio que me puede. Hasta que he dado con el marrano me he dejado los cuernos. Tengo los ojos rojos de mirar por las lentes. Y allí está. Es macho y gasta hechuras de viejo guerrero. No lo voy a tirar a distancia. O a treinta pasos o me rindo. La luna parece haberse quedado en el alto mirando el desenlace de la faena. Y quitarle a ese barranco el marrano va a ser imposible. Que no. El aire baila más que un maricón en una feria. Que no. Ésa no me la brinco. La única opción es esperar a que salga de allí. Que cambie el careo. Pero puede tardar toda la noche. Las espigas están altas y abundantes. Para qué carajos se va a marchar. Cagüen la mar. ¡Qué mosqueo gasto!

 

Los estoy sintiendo desde hace rato. Ahí andan, acostados sobre el rastrojo, disfrutando de una noche fresca y de que les he regalado unas semanas de vacaciones. Mis caballos –mis caballos lanceros, digo– andan a sus anchas por los avenales segados. Andan por el monte también como bichos bravíos. La verdad es que sobre mi atalaya improvisada desde la que vigilo los pasos del peludo también admiro las querencias de mis jacos. Están hermosos y gordos. Son lanceros. Son lo más perfecto que ha creado Dios. 

No me lo creo. Asesino se ha venteado y ha levantado el pico. Jaleo, igual. Zanica, también. La caballería se ha mosqueado con algo y no es conmigo porque no me han podido barruntar. Estoy quieto y retirado del aire. Qué les pasa. Asesino bufa, se está alterando. Jaleo, también. Cometa está echada, pero se ha levantado y, como jefa del grupo, se carga de aire y se va trotona al barranco. No puede ser. Mis caballos han chivado al marrano. Y lo van a acechar. Dios dame ojos para ver esto y corazón para asimilarlo.

Jaleo sale a la contra, a dar un rodeo; Asesino directo barranco arriba seguido por el resto. El marrano siente barullo, pero está harto de cortar rastro de ellos por los avenales, no le supone peligro y mucho menos respeto esos ciervos mochos grandes. Jaleo bufa; los de abajo, también. El cochino envela y se mosquea. Mis ojos eran testigos de que aquellos cuatro caballos estaban lanceando sin jinetes, bajo la luna de agosto, ajenos a cualquier espectador. Dios, tengo la piel de gallina. Hasta juro que me santigüé.

Saltó a correr raso arriba, los caballos detrás de él. Asesino se lanza estirando cuello para brindarle un mordisco. Jaleo lo cocea. El cochino corre que se las pela porque sabe que aquellos cuatro locos van en serio. No tiene claro si es por quitarles las espigas que aún quedan en pie o porque realmente son caballos de caza.

Dio un rodeo, pudo escabullirse y mis caballos lo abandonaron. Lo que no sabía el peludo ruin y rastrero era que acababa de meterse en campo de tiro de su peor enemigo.

Dos palomas salieron despedidas de un alcornoque al percibir el estruendo. Sobre la avena estaba patas arriba el cochino. No me acerqué a verlo ni me moví. Al paso, los caballos vinieron a contemplarlo. Lo lamieron, lo movieron con el hocico y, algo trotones, se fueron.

Era el trofeo que merecían. Vive Dios que fui testigo de una oración tejida en realidades. Y cuando sufro, cuando me estremezco, cuando intento asimilar los palos del Altísimo sin mascar la lógica recuerdo aquella noche de agosto en la que mis caballos de caza, por mandato divino, lancearon solos.

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