África

Hipos en Cahora-Bassa (Mozambique)

Mi amigo José Mª Fernández Rosillo y yo acabamos de llegar tras largo viaje al área de Zumbo. Allí nos esperan José Carrión y Luis Mesía en un campamento recién montado a pocos metros de la orilla del embalse Cahora-Bassa, casi en el punto en que confluyen Zimbawe, Zambia y Mozambique.

 

Es una zona recién arrendada por Antonio Reguera en la que abundan hipopótamos y cocodrilos. En el bush circundante esperamos abatir algún antílope, pero nuestro principal objetivo es el hipo.

 

El campamento consistía en una cabaña elevada construida con troncos y tablas de madera, cubierta con una especie de brezo, que hacía de comedor y salón de estar. Asomada al embalse, nos proporcionaba una vista relajante de lo que allí acontecía. Un somero vallado nos defendía de las incursiones nocturnas de hipopótamos y cocodrilos. En el interior del recinto se ubicaban las tiendas donde dormíamos. Básico, pero con un gran sabor africano. 

 

En el embalse era habitual observar a los pescadores faenando y los accidentes provocados por hipos y cocodrilos son bastante frecuentes. Sólo en el área de Zumbo todos los años mueren alrededor de quince personas por su ataque. Es el precio de vivir en plena naturaleza. 

 

Las noches eran frías y los sonidos producidos por los hipopótamos nos acompañaban de continuo. A lo largo del día la temperatura iba aumentando hasta el calor incómodo y húmedo del mediodía. José Carrión y Luis Mesía estaban al mando del campamento, tarea no siempre sencilla, ya que los nativos eran, en general, poco amigos del orden y el trabajo. Otra de las misiones que desarrollábamos era la de complicar la actividad de los numerosos furtivos. Éstos usan armas primitivas, como mosquetes de avancarga que disparan piezas de hierro o plomo, lo que les obliga a aproximarse mucho y la mayoría de las veces dejan heridos a los animales. De hecho, los hipopótamos que abatimos tenían bajo su piel varios de estos curiosos elementos metálicos. 

 

Primera jornada

Tras desayunar nos embarcamos los tres, más dos paisanos para manejar la embarcación y ayudar en la caza. Tras un largo recorrido detectamos un grupo que descansa plácidamente en una pequeña bahía tapizada de juncos. A distancia prudencial observamos con los prismáticos. Las cabezas aparecen y desaparecen bajo el agua con el característico resoplido provocado al emerger. En medio del grupo destaca una voluminosa silueta más oscura. No cabe duda, esa cabezota corresponde al macho dominante. De repente y como si quisiera alardear de sus llamativos atributos, nos regala un impresionante bostezo. Unos colmillos enormes se muestran a nuestra vista. 

 

Nos aproximamos a la orilla para taparnos con los juncos. No sabemos cuántos componen el grupo, ya que a veces permanecen bastante tiempo sumergidos. Nos detenemos a unos 60 o 70 metros del gran macho. No es posible acercarse más sin espantarlos. El agua está tranquila, pero, inevitablemente, se produce un molesto vaivén en nuestra embarcación. 

Con cuidada calma me acomodo mi Winchester .375 Magnum con balas blindadas. A través del visor observo mi objetivo. Sólo asoma la mitad superior del cráneo con los ollares y los ojos bajo la pequeña frente flanqueada por las móviles orejas. Me preocupa la imposibilidad de fijar el blanco que se mueve ligeramente por causa de nuestro vaivén. Si no acierto entre los ojos hay muchas posibilidades de que no lo encontremos. Un hipopótamo herido se sumerge en el agua y puede desplazarse muchos metros, haciendo muy difícil su localización. 

 

Con mucho cuidado libero el seguro. Se sumerge una vez más… Espero que aflore… Sitúo la cruz entre los ojos… Parece que soy capaz de mantenerla bastante estable…Contengo la respiración, acaricio el gatillo con mi dedo índice, presiono suavemente y… ¡boummm! 

Se sumerge repentinamente. Las aguas se agitan con la rápida reacción del grupo. Todos me comentan que ha sido un buen disparo. Debemos esperar como una hora: si ha muerto, el aire de sus pulmones y su aparato digestivo le hará flotar.  

 

Transcurren los minutos y cuando han pasado alrededor de cuarenta y cinco, aparece el cuerpo inerte e hinchado en la superficie. ¡Qué gran satisfacción! Nos acercamos al gran animal y le atamos una cuerda a una de sus patas traseras y le remolcamos al campamento. 

 

Al llegar, avistamos a Luis que nos saluda desde la orilla. La noticia la conoce gracias a la emisora que llevamos. Ya ha movilizado al staff y numerosos lugareños se han acercado para echar una mano. Su recompensa será un buen pedazo de carne. La recepción es bulliciosa y alegre. Desembarcamos y rápidamente organizamos el trabajo. Al deshollar al animal aparecerán en el grueso tejido subcutáneo varias piezas metálicas que delatan la actividad de los furtivos. 

 

Repartimos la carne entre nuestro equipo y los numerosos voluntarios que han participado en la pesada tarea. Algunos han venido de lejos caminando durante horas. A lo largo de la tarde seguirán llegando hombres y mujeres al campamento para intentar obtener algún pedazo. Es un auténtico peregrinaje. Ya en el chamizo disfrutamos del menú y descansamos en animada charla. Saboreamos unas cervezas frías y nos retiramos un rato a descansar.

 

Buscando antílopes

De nuevo en marcha partimos en uno de los coches para intentar recechar algún antílope. Recorremos diferentes caminos y, de vez en cuando, observamos algunas gallinas de Guinea, tórtolas, monos en las ramas de los árboles y esquivas hembras que desaparecen entre el follaje. 

 

En un momento dado, José detiene el vehículo y nos anima a caminar un rato. Penetramos en un estrecho vallejo. Caminamos en fila india y es José María quien porta el arma. Es su turno. Según nos adentramos en la espesura moderamos el paso e intentamos no distorsionar aquella calma. Al cabo de unos minutos nos detenemos. Observamos con los prismáticos y localizamos un macho de bushback que carea tranquilamente frente a nosotros en una ladera. Habrá unos tresceintos metros. Parece largo, aunque a esa distancia no es fácil evaluar el trofeo. José María y José Carrión continúan el rececho mientras yo permanezco escondido observando. El bushback no parece percatarse de nuestra actividad. Al cabo de un breve espacio de tiempo, escuchamos el disparo. El animal cae súbitamente y apenas se mueve. El efecto ha sido fulminante. Salimos a buen paso hacia la pieza abatida y, cuando llegamos, ya están los protagonistas felicitándose por el bonito ejemplar. Felicitaciones, fotos, el consabido ritual y de nuevo en marcha para cargarlo en el pick-up. Desde luego, ha sido una jornada productiva. La gente estará contenta. 

 

La tarde va declinando y regresamos a nuestra base. Mañana será otro día.

 

Y más hipos…

Tras el consabido desayuno en la fría madrugada recorremos en la barca las orillas del pantano. El ruido del motor nos mantiene despiertos. Se repiten casi las mismas imágenes que la mañana anterior. Ahora ya tenemos una cierta experiencia. Buscamos con cuidado en los márgenes del agua. 

 

Por fin, al cabo de unas horas, avistamos un grupo que se sitúa cerca de un brazo de tierra. Decidimos desembarcar a una distancia prudencial y nos acercamos para intentar conseguir una buena posición de tiro. Nos detenemos y escudriñamos con los prismáticos. No parece que haya un macho tan evidente y grande como el anterior. No hay ninguna prisa. El grupo permanece tranquilo y nosotros, también.  

 

Finalmente, entre José María y José Carrión eligen su objetivo. Hay un ejemplar cuya cabeza es más oscura y voluminosa que la del resto. José María apoya el rifle en un sencillo trípode hecho con palos y cuerdas y, cuando el animal ofrece la silueta de su cara, se decide a disparar. El estruendo dispersa la manada y todos desaparecen bajo el agua. También en esta ocasión tenemos buenas sensaciones. Es casi seguro que el disparo ha sido certero. Efectivamente,  en un lapso de tiempo casi exacto al de la mañana, aparece flotando la panza del gran hervíboro. Observamos su cabeza y vemos que la potente bala ha penetrado bajo su ojo izquierdo en la parte lateral del cráneo. Nuevamente le remolcamos y se repite la gran fiesta. No es tan grande como el otro, pero es un bonito trofeo. Fotos, reparto de carne, cervezas frías, comida alegre y tertulia. 

 

Como se nos ha hecho tarde descansamos en el campamento y José aprovecha para comprobar el tiro de su potente  rifle express. 

Esa noche, durante la cena, vivimos una experiencia inquietante. Estábamos disfrutando de nuestro ágape cuando escuchamos unos golpes procedentes del lago. Parecía que  algo se zambullía con violencia. Nos asomamos al balcón de la cabaña y, como había poca luna, utilizamos un par de potentes faros. 

 

El espectáculo era estremecedor. Los cocodrilos estaban luchando por los despojos de los hipopótamos. La violencia con que lo hacían resultaba impactante. De vez en cuando surgía de la superficie una enorme boca que engullía grandes pedazos. Giraban sobre sí mismos a gran velocidad para desgarrar las piezas. Todo en la oscuridad de la noche.

 

Los saurios

La nueva jornada se plantea en la búsqueda de uno de aquellos Crocodylus niloticus. En la zona hay muchos y se trata de abatir el más grande posible. Aunque es un animal de gran tamaño, al igual que con el hipopótamo se da la paradoja de que el blanco es realmente pequeño. Si el primer disparo no es fulminante corremos el serio peligro de que el primitivo reptil se sumerja desapareciendo para siempre. Esto es debido a que ingieren piedras para lastrarse. 

 

Debemos apuntar al cuello, justo donde termina el dibujo de su boca. Es el punto más recomendable. La cabeza es aplanada y está acorazada. Por este motivo si el ángulo de la bala no es perpendicular hay riesgo de que ‘resbale’. En cualquier caso, se debe utilizar un calibre igual o superior al .375 Winchester Magnum con bala blindada.

 

Pues bien, así las cosas nos embarcamos de nuevo. Esta vez no hay prisa, ya que estos saurios salen a las orillas cuando el sol comienza a calentar. Navegamos pausadamente y, a lo lejos, detectamos dos pequeñas islas. Las orillas están atestadas de cocodrilos sesteantes. Vamos directos hacia un grupo que ocupa una pequeña playa. Cuando estamos próximos salen disparados gracias a la impulsión generada por un violento movimiento de sus colas. Embarrancamos la barca y caminamos. Me preocupa que alguna hembra haya depositado huevos o crías en algún lugar del islote y regrese a defenderlos. Nos sentamos tras unos arbustos en una lomita que nos permite observar parcialmente nuestro entorno y una parte de la pequeña isla de enfrente. Si algún cocodrilo grande se colocara en aquella zona podría ser un buen blanco.  

 

Al cabo de unos largos minutos comenzamos a observar el regreso y la lenta y progresiva ocupación de las orillas por varios ejemplares. Suben cautelosamente. Los primeros que observamos no son muy grandes. Por fin aparece uno de tamaño superior, pero lo hace tapándose detrás de otro más pequeño. Esperamos con paciencia por si se movieran. Mientras tanto, sentimos como también van subiendo algunos a nuestra propia isla. No deben estar muy lejos, pero no los vemos, ya que nos tapa la maleza. La situación no es muy cómoda. Las imágenes del festín nocturno se acumulan en mi cabeza. Por fin, tras un buen rato, que se me antoja eterno, decidimos marchar. 

 

Cuando llegamos al campo base, Luis nos espera con la noticia de que hay un gran cocodrilo tranquilamente tumbado a unos quinientos metros de allí. Sin pérdida de tiempo nos acercamos. Nos asomamos a un brazo de tierra que domina una pequeña bahía… y allí está. Hay varios, pero el grande se deja ver con claridad. Nos separan unos 120 metros. Debe ser uno de los comensales de anoche porque sestea tranquilo. De vez en cuando modifica la apertura de su boca. 

 

Adopto distintas posiciones de tiro, pero ninguna me resulta satisfactoria. El blanco a esa distancia resulta realmente pequeño y el saurio tiene la cola sumergida en el agua. Si el efecto del disparo no fuera definitivo, con un sólo movimiento desaparecería. Tras un instante, coloco una mochila en el suelo para apoyar el rifle y me tumbo apoyando ambos codos para conseguir un ‘efecto trípode’. Observo la cruz del visor al máximo de aumentos y se mantiene razonablemente estable. Una vez más contengo la respiración y, ejerciendo una suave y progresiva presión sobre el gatillo, me sobresalta la deflagración. No espero, sino que recargo inmediatamente y repito el disparo hasta tres veces. No me arriesgo a que el animal pueda reaccionar.

 

Efectivamente, el cocodrilo ni se mueve. Tan sólo un leve ‘bostezo’ tras el primer impacto. Lo observamos un momento y nos acercamos confiadamente. Comprobamos que es un gran ejemplar de 4,50 metros con poderosos maxilares. Se observan los orificios causados por las balas en el cuello. La carne  e este animal sólo es aprovechable en la base de la cola. Pido que lo desuellen cuidadosamente, ya que me gustaría conservarlo entero. 

 

Un nuevo día nos lleva a recechar los bordes del pantano. Tras un largo recorrido en coche por una coutada que transcurre en paralelo al mismo, descendemos y caminamos. Atravesamos una zona inundada con agua por los muslos. No me agrada mucho la situación, pero no hay otro remedio. Finalmente, ganamos un terreno más seguro. En la zona de aluvión correspondiente a la desembocadura de un río podemos observar un pequeño grupo de hipopótamos que sestean sin ningún problema absolutamente rodeados de cocodrilos. Es evidente que éstos les respetan.

José María decide disparar a uno de ellos y, para buscar una mejor posición, se acerca con José a la orilla cuyos contornos no se distinguen al estar muy poblada de altos juncos. José se despista un poco y, repentinamente, desaparece de nuestra vista. ¡Ha caído al río! Como impulsado por un resorte reaparece lleno de agua y barro. ¡Menudo susto! Darse un chapuzón en esa zona ciega e infectada de cocodrilos no es la mejor idea…

Por fin, deciden abatir un hipopótamo hembra que se muestra tranquila y ajena a nuestra presencia. Un certero disparo en su cráneo bajo la oreja derecha acaba con su vida. Desde luego, esta semana no va a faltar comida.

 

Nuevo día, nuevos objetivos

Salimos en el coche a merodear por los alrededores. Atravesamos zonas quemadas y zonas frondosas. Cruzamos algún poblado bajo la curiosa mirada de sus habitantes. Seguimos nuestro camino. En una zona de colinas devastadas por el fuego distinguimos un kudu. Se encuentra entre los renegridos troncos de los árboles. José María desciende del pick-up y junto a José inician el rececho. Al cabo de unos minutos se escucha el disparo. Ha sido efectivo. Es un bonito ejemplar. Cumplimos el consabido protocolo, comemos allí mismo, descansamos un rato y continuamos.

La tarde comienza a declinar cuando, repentinamente, se planta delante nuestro, a unos 130 metros, un enorme facochero. Esta vez es mi turno. Me apoyo en el techo del coche y sin pensármelo mucho ni poco aprieto el gatillo. Parece que la bala ha impactado en el cuerpo del extraño animal. Sin embargo, sale corriendo a toda velocidad. Descendemos y nos dirigimos hacia la zona. Los pisteros comienzan a trabajar. Seguimos los rastros y de vez en cuando hay sangre. Cada vez hay menos luz y esto no me gusta. La búsqueda se alarga más de lo previsto. Recorremos muchos metros, quizás cuatrocientos o más. 

 

Al final, un pistero nos señala el cuerpo inerte del verrucoso suido. ¡Es enorme! La defensas sobresalen generosamente a ambos lados de su boca. ¡Menuda suerte! El impacto aparece nítido en su caja torácica. Ha gastado sus últimas energías en la imposible huida. 

 

Regresamos alegres y satisfechos al campamento. Un ambiguo sentimiento nos embarga. Por una parte, la íntima satisfacción de los días que hemos vivido. Por otra, la pena de finalizar esta experiencia. Tenemos que regresar. Nos esperan dos jornadas de viaje hasta Tete. De allí partiremos en avión para realizar varias escalas hasta llegar a Madrid. ¡Gracias, Mozambique! CyS

 

Por ignacio Gallastegui

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